sábado, 26 de julio de 2008

Santa geografía: 7/Buenos Aires

El camino que nos separaba del colegio era un atravesar de plazas de un verde final. Eran los últimos días del verano y acompañado de mis hermanos empezaba el camino que habría de repetir cuatro veces al día, a lo largo de diez años. Por suerte a esa edad se nos está vedado pensar a largo plazo, si no el cansancio de lo que nos espera nos paralizaría. La infancia es un tiempo de presente absoluto.

Entré con el temor que inspira siempre la primera vez. El patio era inmenso y estaba dominado por ese griterío unísono, que volvería a sonar idéntico en todos los recreos, por años. Al fondo, la iglesia se veía de espaldas y proyectaba la sombra de un gótico pequeño. El único defecto que el gótico no puede soportar.

Su nombre, para mí, sólo señalaba ese lugar. Muchos meses después pude superar el vacío de ese nominalismo. En las aulas había, en el centro, un pequeño cuadrado gris sobre el cual colgaba un delgado crucifijo de un bronce desteñido. Fue a media mañana, sobre el final de agosto, que una suave música comenzó a salir de sus espaldas y luego una voz comenzó a contarnos su historia. Nunca pude convencerme del todo de que no era el propio Jesús que nos hablaba.


Allí por primera vez sonaron en mis oídos esas arcanas ciudades ausentes de los mapas. Era imposible imaginarlas, así que trasladaba esas historias, sin intermediaciones, a las calles de mi ciudad. Lo veía robando las peras en la verdulería de la vuelta y a su madre llorando sus penas en un oscuro zaguán, para evitar las miradas inquisitorias de vecinas de ruleros y chancletas. Sus amigos vagueando, tirados en la plaza Artigas, y sus clases de gramática griega, idénticas a las nuestras de un inglés que siempre llegó muerto a mis labios. Palermo y Tagaste se confundían en una misma geografía de barrio.

Cuando muchos años mas tarde lo volví a encontrar, ambos habíamos cambiado, pero igualmente me era familiar. Los amigos de la infancia guardan una intimidad indestructible. No es que me hubiera olvidado de él, sino que simplemente dejé de frecuentarlo. Fue cuando empecé con la filosofía que me topé nuevamente con su nombre. Y es que no es posible andar por esos caminos sin encontrarlo al dar vuelta la primera esquina. Su pensamiento está por todas partes.

Pero además, y por sobre todo, está su santidad. Su fe fue de aquellas de corazón ardiente, lejos de arrebatados misticismos. La mayor parte de su obra es una polémica con su tiempo, y con el nuestro, muchas veces furiosa. De todos modos, por más vehemencia que pusiera en sus argumentos, jamás dejó de pensar. Nunca intentó otras vías que no fueran el convencimiento o, mejor aun, la conversión de su interpelado. Ese discutidor incansable es también un compañero en las noches de incertidumbre, porque él también las tuvo, como todo santo, quizás como ninguno.

Aquella idea de mi infancia no parece tan desacertada con el correr de los años. Su tiempo se parece tanto el nuestro que su espíritu no desentonaría en nuestras calles. Él también fue habitante de una orilla rezagada del mundo y creo que no se encontraría demasiado extraño paseando por Buenos Aires. Lo veo mirando pensativo el río marrón en un atardecer, mientras intenta la imposible tarea de ingresar en los misterios divinos.

Desde aquellos primeros años escolares sube hasta mí la breve oración con que se iniciaba cada hora de clase. Y me acompaña desde entonces: San Agustín ruega por nosotros.

sábado, 19 de julio de 2008

Santa geografía: 6/Pavía

La vida de un hombre termina con la muerte, pero después de ella aún quedan dos cosas: su obra y sus huesos. Estos últimos tuvieron en aquellos años una importancia central, que se prolongó durante toda la Edad Media. Los “restos”, como ahora llamamos con mal disimulado desprecio al cuerpo sin vida, eran por entonces todo lo contrario de un sobrante despojo. Se conservaban y se exhibían sin retaceos, incluso se comerciaba con ellos y eran motivo de disputas violentas entre ciudades que los reclamaban con fervor. Los santos no tenían huesos, sino reliquias.

Y no era sólo superstición lo que movía estas pasiones óseas. Los cristianos, apenas descendidos de los bosques, eran demasiado rústicos para las finezas inmateriales del espíritu. No ardía en ellos el fuego iconoclasta, ni poseían el terror judío a la idolatría. Era también una devoción naciente que demandaba su objeto necesario. La Fe se expandió también sobre un laberinto de esqueletos sacros.

Era poco más que una aldea, sin el ilustre pasado romano de su vecina Milán. Quizás por eso aquellos caballeros de barbas ondulantes como océanos la habían elegido como capital de su reino. Ellos prefirieron aquellas pocas construcciones que tenían el aspecto de un campamento militar apenas abandonado por el enemigo presuroso. Luego, una paz frugal hizo que asomaran las primeras empinadas torres y algunos palacios de un gesto adusto como el de sus señores. Poco a poco las aguas del cansino río que la atravesaba comenzaron a reflejar sus muros y en ellos una mañana apareció una cruz, vieja de herrumbre.


Su dominio se fue extendiendo por toda la península, que yacía desolada y desamparada de su mitad de Oriente, que permanecía enredada en sus boatos. Recuperar el imperio desde la ciudad de Constantino fue apareciendo siempre más una quimera. No había otro remedio que adaptarse a esos toscos señores longobardos. Era ley de conveniencia, si no se quería sucumbir al nuevo peligro sarraceno que asolaba desde el sur.

Fue durante la lucha contra este nuevo enemigo que el regio Luitprando se topó en la isla de Sardegna con este tesoro de cenizas. Aquellos devotos monjes, setenta años después de su muerte los habían trabajosamente transportado desde la otra orilla del mar, en una pequeña urna de piedra negra. Seguramente también llevarían sus escritos encendidos y sus sutiles teologías trabajosamente hilvanadas bajo la luz de África. Habían permanecido más de doscientos años en aquella áspera isla, bañada de aguas verdes, pero ante el peligro musulmán aceptaron la protección de aquellos hirsutos hidalgos cristianos.

Imagino que aquellos muros temblaron de emoción al recibir los vestigios santos, que le darían un prestigio indudable. La solemne procesión se habrá llevado a cabo entre salmos y juglares, para culminar en la modesta iglesia que devendría catedral con los siglos. El románico vestiría el sepulcro de intricados frisos que relataban su vida de buscador incansable. Su cuerpo yace para siempre lejos de su tierra natal, pero próximo al lugar donde había sido engendrado a la Fe.

domingo, 13 de julio de 2008

Santa geografía: 5/Hipona

Volver es siempre una prueba ardua. Su dificultad no radica tanto en la duración de la ausencia, sino en la intensidad del viaje que nos alejó. Los lugares de siempre aparecen distintos, y no por que hayan cambiado, sino porque es otro el que los mira. Hasta el sol de África parecía calentar distinto y el mar ya no inspiraba el respeto de antes, una vez que se hubieron surcado sus peligros. Más allá de eso, en esas ciudades se respiraba un aire distinto que en los días de la infancia. Había una sensación de caducidad cierta, como si la argamasa que mantenía unido el mundo se estuviera lentamente retirando, dejando oquedades que hacían visible su ruina.

Hipona era una ciudad intermedia, sin la desmesura de la pérfida Cartago, ni la estrechez, algo asfixiante, de Tagaste. Se ubicaba al oeste de ambas, sobre un promontorio desde el cual el mar se divisaba como desde una terraza. Separado por unos breves kilómetros de terreno accidentado, bañaba playas angostas de arenas blanquísimas, al reparo de una bahía azul. El clima era fresco por la altura y cruzado de ráfagas que despeinaban la meseta árida.


Las calles guardaban ya pocos rastros del imperio. El pasado pagano había sido prácticamente olvidado y los dioses latinos habían huido en tropel como animales echados a bastonazos. En su dispersarse habían dejado jirones de templos y arquitecturas espléndidas, que esperaban apacibles su conversión. Como un brote, una mañana cualquiera una cruz de hierro crecería en su pináculo. Quizás el mayor mérito cultural de los cristianos fue su ausencia de rencores hacia los perseguidores de un tiempo. No deja de sorprender con qué suavidad las estructuras del imperio, sus basílicas y sus fiestas fueron adoptadas y reacondicionadas para el nuevo culto. Hay un sentido práctico en aquellos primeros siglos de la Iglesia que mucho enseñan.

De todos modos, la amplitud del cristianismo trajo sus problemas. En aquellas regiones tostadas por el sol del mediodía, el crecimiento fue de un ímpetu desbordante, y hubo que descubrir una ortodoxia entre un malezal de herejías. Sus disputas eran agrias y lejos estaban de la elegancia interminable de las discusiones bizantinas. Donatistas, arrianos, pelagianos y otros intérpretes exóticos de las Escrituras culminaban con violencia sus controversias y las tranquilas calles se veían tomadas por asalto en defensa de dogmas sutiles.

En una se esas tardes fue que el obispo Valerio, entre lágrimas, lo llamó al servicio de Cristo. Los muros del recóndito monasterio que había fundado en las afueras de la ciudad fueron inútiles para contener la fuerza que desde allí se irradiaba. La cátedra de obispo fue al poco tiempo asumida entre los ruegos de los fieles. Desde allí comenzó la obra más gigantesca que un hombre se haya propuesto, sencillamente hacer pasar por un estrecho desfiladero la Antigüedad toda para que, insuflada por el Espíritu, se salvara para la posteridad.

El final de sus días transcurrió ante el implacable asedio de los vándalos de Genserico, que arrasaban todas las comarcas del país. Las puertas del obispado fueron abiertas para todos, transformándolo en una casa de refugiados. El anciano obispo pasaba los días en compañía de sus monjes, preocupado por el destino de esas ovejas que le habían sido confiadas. Finalmente, se retiró en un silencio orante y se preparó para partir hacia el Amor que había consumido sus fuerzas. Su obra estaba cumplida y aún nos alimenta.

miércoles, 9 de julio de 2008

Santa geografía: 4/Milán

Europa era un inmenso bosque recientemente conquistado. La campaña de César a las Galias fue uno de los hechos decisivos para configurar eso que hoy llamamos Occidente. Sin esa ancla, la fascinación de Oriente hubiera sido incontrastable. Sin embargo, el dominio de aquellas arboledas tupidas de guerreros indómitos y druidas mágicos fue precario. Aun con una inestabilidad permanente, la civilización romana hizo posible la continuidad de la Historia. Por aquel puente maltrecho pasó al interior del continente el cristianismo y, gracias a él, el pasado romano se amalgamó con el futuro bárbaro. Milán fue la puerta de entrada a ese primer nuevo mundo. Era la última ciudad de Italia y la primera de Germania.

Es difícil pensar en ella sustrayendo de su imagen el férreo perfil del “Castello” y las tardías agujas góticas del “Duomo”, que son ahora su marca inconfundible. No existía tampoco el perfecto románico de Sant’Ambrogio, pero sí quien le diera su nombre. Por aquellos años últimos debía ser una ciudad populosa, pero de un perfil todavía achatado. Habría casas con patios y techos de tejas, pero sin la estival franqueza de las villas mediterráneas. Aquí el invierno hacía sentir su paso con una estela de nieve y los veranos perdían la sequedad del mar para cargar el aire de una humedad pegajosa. Se intuían los Alpes cercanos, que aportaban la calma que trae la montaña y un verdor de lagos próximos invitaba al retiro.


Menos de cien años atrás se había realizado en ella la reunión que diera origen al edicto que sacaría para siempre a los cristianos de las catacumbas. Ya por entonces buscaba diferenciarse de una Roma que resbalaba por la pendiente de un desenfreno irrevocable. Sorprendentemente, se convirtió en fugaz capital del Imperio y albergó una corte que parecía más de prófugos que de emperadores. De todos modos, la ciudad hizo poco caso de aquellos huéspedes, a los que siempre miró con extrañeza. Se sentía protegida y guiada por su pastor, y no necesitaba de otros falsos cayados.

Ambrosio fue una figura gigantesca, capaz de convertirse en una referencia ineludible es aquellos años de confusión extrema. Elegido obispo por el clamor popular, procedía de una rica familia pagana de la zona. Sus homilías encendidas de fervor eran seguidas por multitudes que se agolpaban en la desnuda basílica de paredes blancas y ventanas de alabastro. Eran días en que la fe tomaba forma delante de los atónitos oyentes, que escuchaban absortos cómo se desplegaban ante ellos misterios poderosos y al mismo tiempo cercanos. La Iglesia tenía aún el aspecto de un precario tinglado, pero las palabras del Obispo construían catedrales de solidez románica.

Después de escucharlo, ya nada fue lo mismo para el joven profesor de retórica que apenas llegaba a la ciudad. La extensa búsqueda parecía haber llegado a su fin. Sin embargo, su conversión no se produjo hasta meses más tarde de aquel encuentro decisivo. Fue en un soleado mediodía de quintas cuando escuchó un canto suave de niños que contenía un mandato irresistible: “toma y lee”. Ya se sentían a lo lejos el redoblar de los cascos de Atila, pero aquella ciudad hecha de niebla estaba a punto de engendrar el faro que iluminaría los años más oscuros.

sábado, 5 de julio de 2008

Santa geografía: 3/Roma

Le decadencia es una realidad mensurable. Su medida se toma con referencia a dónde se inicia el descenso. En este caso la distancia recorrida fue máxima. Intentar imaginarla en los últimos cien años que precedieron su caída es un ejercicio que debe comenzar tomando conciencia de lo que fue su apogeo. No sólo fue el “caput mundi”, sino todo el mundo. El fin de Roma fue, de algún modo, el fin del Mundo.

No fue un final drástico, sino más bien un lento decaer, cercano al abandono. Todo estaba intacto, pero iba perdiendo de a poco el espesor. Los edificios magníficos continuaban en pie, inalterables, pero se encaminaban inexorables a la efímera delgadez de un decorado. Como cuerpos sin alma habían perdido la elocuencia y al mismo tiempo no lograban hablar con el encanto de las ruinas. Hay que intentar situarse en ese preciso instante donde la materia permanece inalterada, pero ya la forma se retira. Inflexión suprema de la Historia, donde se suelen producir frutos exquisitos, que surgen de un humus enriquecido de podredumbre. La hora lúcida que precede a la muerte.


Era una ciudad demasiado orgullosa de su pasado como para no estar desencantada de su presente. Como en los últimos días del verano, en ella fueron quedando sólo rezagados, temerosos de un mañana que no ofrecía certidumbres. Oriente, como un río caudaloso, fue arrastrándolo todo, socavando prolijamente sus cimientos. Frente al fulgurante esplendor de los mosaicos bizantinos, los mármoles de Roma padecían de una palidez afiebrada. La Iglesia discutía su futuro con finísima teología, bajo el amparo de las achatadas cúpulas de Constantinopla. El papado era una idea sin más sustento que el que provenía de la tumba de Pedro. Una reivindicación de evidencia física, pero aún impracticable. Hasta el débil César de Occidente había escapado, temeroso de las Galias, a refugiarse en los brazos poderosos de su compadre de levante, Teodosio.

Sin embargo, era imposible no caer subyugado ante su opulencia marchita. El coloso Flavio ya no inspiraba el temor de aquellas jornadas de sangre, pero aún cubría con su imponente sombra el serpenteante foro. Los teatros se llenaban por las tardes y las termas continuaban exhalando sus vapores perfumados de mirra. En el aire se respiraba la tensión que provoca el desenfreno. Relevada de la misión de antaño y ante la cercanía de un final que se sentía próximo, se disolvían las ligaduras del decoro que fue sustento de su fama. La decadencia es siempre prolífica en diversiones.

El impacto que la urbe provocó en aquel joven africano fue devastador. La enfermedad de cuerpo lo tuvo postrado en noches de sudores fríos. Al mal del cuerpo se sumaba el remordimiento por la traición a la madre, a la que abandonó en lágrimas húmedas de santidad. La libertad buscada fue una trampa, como lo es siempre cuando la mentira la inspira. Con la salud vinieron nuevas desilusiones, y decidió seguir su ruta de buscador incansable.

De todas maneras, su paso, breve y escondido, no sería indiferente a la ciudad que siglos adelante llevaría el mote de eterna. Quizás ningún otro hombre de la Antigüedad tardía haya hecho tanto para que Roma recuperara con el correr de los siglos la primacía a la que estaba destinada.