sábado, 27 de febrero de 2010

Argentine Hamlet

La riqueza de un clásico radica en la infinidad de interpretaciones que permite. Ese travestismo es el que garantiza su vigencia. Hamlet es, sobre todo, una descripción de la maquinaria del poder y, donde esta está, siempre está Hamlet. Un poder que se muestra en acción. La descripción de la eterna lucha entre quien se esfuerza por conservarlo y quien pugna por arrebatárselo. Oficialismo y oposición. Lo demás: los fantasmas, las traiciones, las denuncias y hasta la sangre que corre a raudales, son adjetivos. Lo demás es nada menos que Shakespeare.

Un matrimonio está al frente de la nave, conformando un tándem aceitado. Se conocen y comparten una historia oscura que los une. Entre Claudio y Gertrudis no se sabe del todo quién es el que gobierna. A veces parece que ella, poseedora de una verba vigorosa y con sus recurrentes crisis de maternidad culposa. Motivos para la culpa abundan.

Otras parece que es él, con sus furias mal disimuladas y sus arrebatos de ira que recorren los helados pasillos de Elsinor. El poder circula entre estos cónyuges como una savia que embriaga. El camino a la corona ha sido arduo y siempre hay esqueletos en los armarios, pero mientras el cetro esté en sus manos hay poco que temer. Qué te pasa, Dinamarca.

El poder se ejerce, para eso está. Se lo ejerce a partir de ministros poderosos y dispuestos a ejecutar las órdenes de sus mandatarios con celo ejemplar. Hombres de confianza antigua o nueva, no importa. Sospecho que Polonio, el gran chambelán, ha tenido algún cargo en la administración anterior por cómo sobreactúa su fidelidad. Es adicto al nepotismo y su fuerza está en conocer los puntos débiles de la pareja reinante. Tiene sangre fría, pero casi pierde la cabeza por culpa de las excentricidades de Ofelia. Ocupado de vigilarlo todo, se olvidó de lo que tenía más próximo, su propia hija. Por suerte está Laertes, ese chico sí que tiene futuro.



Después están los personajes menores que administran el menudeo, funcionarios de turno, dispuestos a la tareas sucias, entre las que sobresalen el espionaje y el apriete. Rosencrantz y Guildestern son los torpes encargados de vigilar a Hamlet y sacarlo del medio, con elegancia.

El príncipe es esquivo y navega entre la locura voluntaria y la incompetencia manifiesta. Es hábil para la denuncia, para la que elabora ardides brillantes y contundentes. Pero todos saben que no tiene condiciones para el gobierno. Se rodea de viejos camaradas pero entre todos forman una unidad despareja. Un rejunte. Horacio, Bernardo, Francesco, Marcelo son los guardianes del castillo y desde sus murallas se alimentan de rumores y fantasmas. Hamlet tiene cierta tendencia a creer esas historias y a veces se comporta como un alucinado. Su actitud termina por desconcertar a aliados y a enemigos. Ser o no ser.

El final de este encuentro se resuelve en una masacre. La sangre puede ser un símbolo, pero también una advertencia. Los cadáveres también pueden ser cadáveres políticos. Que se vayan todos.

Sin embargo, hay un epílogo inquietante. Un príncipe extranjero aparece para empezar de nuevo. Alguien ajeno a la contienda, que no pertenece a esta raza infecta que gobierna. Alguien que encarna una esperanza, un sueño para renacer.

Pero yo no creo en Fortinbrás.

viernes, 19 de febrero de 2010

Buenos vecinos

La percepción es una cualidad ciertamente ligada a la distancia, el contacto que establecemos con el mundo está fuertemente ligado a las relaciones temporales y también al espacio. Una tragedia nos afecta en distinta medida depende cuándo y dónde sucede. Por más que queramos, nos resultará difícil llorar por Plinio muerto durante la erupción del Vesubio y tampoco acongojarnos demasiado por un terremoto sucedido en la lejana China. Y esto creo que depende no tanto de nuestro corazón endurecido, sino de la distancia física que nos separa de los acontecimientos. Somos seres transitorios y geográficos.

Una prueba de esto es posible experimentarla en el verano de nuestra costa, donde la playa y el balneario resultan una privilegiada probeta de ensayo. Creo que en pocas situaciones de la vida se puede poner a prueba tan patente el problema de la proximidad. Los límites que nos separan de los otros adquieren una sutileza de un espesor casi imperceptible. Empezando por la ligereza de nuestras ropas y siguiendo por los frugales elementos que configuran el espacio.

A partir de esta vivencia se pueden establecer las distintas escalas de percepción. Un primer nivel es el de nuestros linderos, de las carpas vecinas. Con ellos, aunque totalmente desconocidos, se establece una relación estrecha. Conocemos sus caras y también algo de sus conflictos familiares, asperezas entre madre e hija, iras reprimidas con dificultad, los afectos y también las rispideces de toda convivencia.


De nuestros vecinos hacia el mar me impresiona la longitud de las conversaciones que sostienen. Hay gente que tiene un don maravilloso para alargarlas indefinidamente, y no por el agregado de anécdotas, sino por el elástico estirar de las palabras que se imprimen en oraciones de longitud inusitada. Del lado de tierra se hospeda una extensa familia signada por el rugby. Para ellos intuyo que la vida es una fiel prolongación de este juego. La convivencia es amable con todos y una tenue batalla por el espacio se juega entre sonrisas y disculpas. En el interior de las carpas los objetos del vecino dejan su huella en las lonas infladas y recíprocamente las nuestras invaden su propiedad endeble. Una medianera plástica nos separa.

Después están los otros habitantes del patio con los que se establecen conexiones débiles. De ellos intuimos solo lo que sus cuerpos nos dicen, ya que no podemos escuchar sus conversaciones. El cuerpo es lenguaje primero y se sabe que un gesto vale más que mil palabras. Con alguna dificultad componemos los grupos familiares y recibimos con ellos, a la distancia, la llegada de un nervioso novio adolescente, de la amiga íntima esperada con ansia, de aquel tío simpático y algo dispendioso que se juega con unas rabas a mediodía o del abuelo ansioso de regalar a sus nietos una sorpresiva fiesta de helados. ¿Pero será el padre de él o el de ella?

Pero sin duda lo más interesante proviene de los vecinos del fondo. Ellos nos acompañan con sus voces toda la temporada. El etéreo medianero de lona deja pasar gritos y voces, pero su opacidad nos impide ver las caras. Una especie de voz en off, un eterno fuera de cuadro, que acompaña mi siesta cuando la lectura entra en zonas demasiado arduas.

Quién sabe qué pensarán ellos de ese tipo que no se baña en el mar, limita al mínimo el contacto con el sol, y pasa el verano subrayando libros y sacando punta a su lápiz. La longitud de este se convierte en una señal del paso del tiempo, y cuando ven que casi no puede tenerlo entre los dedos saben todos que el verano termina y que es hora de volver a casa.

sábado, 13 de febrero de 2010

Correr con Deleuze

Los estudios de Deleuze sobre el cine, más allá de ser una caótica historia de este arte, son también, y me atrevería a decir sobre todo, una pormenorizada reflexión sobre el movimiento. Esta se basa en Bergson, filósofo para mí desconocido. La conclusión de la lectura es que no sé si habré entendido más sobre el cine, pero sí sé que nació en mí una tremenda sed de Bergson, que procuraré saciar más adelante. Quizás este invierno, porque intuyo que es un filósofo más apto para el frío.

La teoría del movimiento que aquí se expone y que se manifiesta de modo paradigmático en el cine es la siguiente: el movimiento tiene dos caras, una referida al espacio y otra, al tiempo. La primera da cuenta de un cambio en la ubicación de los objetos y la segunda, de el cambio necesario que las cosas tienen que sufrir para persistir en el tiempo. Todo lo que perdura necesariamente cambia. Me permito agregar: salvo por definición lo eterno, es decir Dios.

Este doble carácter del movimiento se expresa en el cine mediante las dos herramientas fundamentales de su lenguaje: el plano y el montaje. El primero registra los cambios en el espacio y el segundo los ordena y los refiera a una totalidad. De esta doble combinación surge el particular lenguaje del cine y de allí brotan las sesudas disquisiciones de Deleuze. Además, este elabora complejas relaciones entre el cine y la conciencia del sujeto, con lo cual la cosa se hace al mismo tiempo más difícil y también más rica. Pensamos como el cine.


Otra concesión al esfuerzo, y no hubo muchas más, la hice con mis periódicas salidas a correr. Ceñido estrictamente a un recorrido preestablecido ponía de manifiesto el primer aspecto del movimiento, es decir el traslado en el espacio, en mi caso, particularmente arduo. Variante bucólica del que realizo en invierno en la cinta, modelo del movimiento burlado. Idéntico esfuerzo, pero sin desplazamiento.

Quizás lo más interesante sea la consideración del segundo aspecto, ya que el recorrido activaba su faz temporal que se manifestaba en el recuerdo. No solo el cronómetro insobornable que daba cuenta de mi pobre estado físico, sino el tiempo que transcurre en mi memoria y que se dispara en cada ángulo que viene a mi encuentro. Correr por Miramar es en el fondo correr a través de un tiempo, del mío en particular. La memoria ha guardado tantos instantes precisos y significativos que los planos se montan en el travelling furioso de mis días.

La lectura entonces se hacía carne y aparecía manifiesta en el sudor que empapaba mi frente y en las imágenes que acompañaban agolpándose en mi pesado andar. Al doblar el rancho de Rivarola, al atravesar el remozado Parque Patricios, al embocar el arco de San Martín esquivando ciclistas, al retomar por la desierta Avenida del Mar, al doblar en la esquina de lo de Alvear, al ser atacado por mosquitos en la ribera del Durazno, todo para terminar en un final de asma de nuevo en el punto de partida.
El cansancio me pone cínico y recuerdo a Diógenes que sentenció que “el movimiento se demuestra andando”, pero el sutil Deleuze me recuerda también cuántas cosas han cambiado para poder ser este mismo que corre.

sábado, 6 de febrero de 2010

Lecturas de verano 2010

Empecé arrastrando de Buenos Aires el San Agustín de Guardini. Los que me conocen saben que el de Tagaste es para mí mucho más que un pensador, un filósofo e incluso un santo. Más bien él constituye una auténtica y constante fuente de inspiración para mi vida. El libro es una buena aproximación, sobre todo a “Las Confesiones”, y la guía de Guardini resulta firme y adecuada.

Ya más acomodados en la arena, continué con otra guía, en este caso de Shakespeare. Para ello seguí la recomendación del infalible Pablo Pazos, de Arcadia: Jan Kott. El gigante inglés siempre me había resultado esquivo y mi acercamiento a su obra, sesgada. Este sorprendente crítico polaco, a través de una visión muy personal, teñida de espeso existencialismo, logró que cumpliera uno de los objetivos del verano. Ser un buen “antipasto” que me abriera un buen apetito para Shakespeare, que espero colmar a lo largo del año.

Promediando la primera quincena, momento estratégico porque, ya adaptados parecería que las vacaciones no terminarán nunca, me decidí por los trabajos es-forzados. Fue la hora del siempre arduo, pero sustancioso, Gilles Deleuze. Sus estudios sobre cine exceden largamente su objeto. En realidad, el cine es un vehículo para desplegar una reflexión sobre la consistencia del espacio y el tiempo, a la sombra de Bergson. La lectura de los dos tomos, confieso, se me hizo larga, pero no me dejé ganar por el desaliento que, es justo decirlo, tuvo como fuente mi propia ignorancia.


Agotado por el esfuerzo, me propiné un recreo de literatura, de la mano de Lisa See y su historia de chinas del siglo XIX. Evidentemente tengo problemas con la novela como género, pero, más allá de eso, quedé desilusionado. Me dejó una sensación similar a esas mega producciones de Hollywood, donde pasan demasiadas cosas. Siempre que los occidentales se acercan a China, me parece que les agarra una manía de grandiosidad. Pero ni Tolstoi hubiera sido capaz de desplegar La guerra y la paz en sólo 250 páginas.

Sobre el albor de la segunda quincena llegó el momento de mi primer plato de Shakespeare: Hamlet, nada menos. Es difícil agregar algo sobre una de las obras más comentadas de la historia. Sin embargo, su modernidad resulta asombrosa, la cantidad de lecturas que ofrece es realmente múltiple y la precisión del lenguaje sencillamente admirable. Ya estoy disfrutando mi próxima entrada, que me espera en la mesa de luz: Macbeth.

El viaje, o mejor dicho los viajes, de Augé son interesantes, pero el libro es de una brevedad que casi impide considerarlo como tal. El autor, un etnólogo francés, reflexiona sobre arquitectura y turismo de masas. Es sagaz y divertido, pero se muestra demasiado preocupado por que no lo confundan con las hordas incultas que describe.

Para el final dejé a mi querido Arthur y su libro, cuyo imponente título, por sí solo, justifica la lectura. En él se desarrolla una teoría del conocimiento, que es en realidad un Kant disecado, pero esto no es lo mejor. El verdadero placer está en el énfasis colérico y en el estilo impecable y certero de su autor. Schopenhauer es capaz de abordar los temas gnoseológicos más sutiles con el tono y la pasión de quien discute de fútbol en un bar.

En las postrimerías siempre nostálgicas que preceden el retorno, quedó lugar para empezar con los ensayos de José Luis Romero sobre los fenómenos urbanos. Pero solo quedó tiempo para un promisorio comienzo. Su lectura sufrirá de las dosis homeopáticas que la rutina del trabajo recobrado impone.